miércoles, 10 de marzo de 2010

Me he asomado de nuevo al ojo de buey de mi camarote. Hace mucho que la marejada y la calma chicha se alternan y yo parezco navegar entre ellas en una especie de "ecuánime" balanceo.

Hoy paso el día en casa porque el catarro no me permite incorporarme al enloquecido ritmo de ahí fuera. Es de agradecer a este micromundo de virus y sistemas inmunológicos...porque cuando se te ha escapado la guagua y te quedas ahí parado, con toda tu programación diaria volando en el espacio infinito...qué te voy a decir, ya lo sabes, es UNA GOZADA.

Quiero compartir que últimamente, incluso en mis más íntimos momentos en Zazen, me acosa el agobio que me produce la impermanencia.
Son épocas, claro está. Normalmente vives la impermanencia, duermes y comes con ella, está tan aceptada e integrada que ni la piensas...pero surgen a veces esas épocas en que, por demasiada interiorización invernal, por sucesos que predisponen a ello, o por lo que sea, se te rebela lo más profundo contra ese dichoso final de todo. Y se te mezclan tristezas con rebeldía, angustias vitales con soberbia, preguntas atropelladas con el silencio más sordo...

Esto pasa cuando el mundo de los fenómenos te agarra con guante sensual y no te suelta. Ahí estoy ahora, en ese quiero y no puedo.

El mar de invierno es traidor. Precioso, pero no es de fiar.